No es fácil comprender que Colombia haya retrocedido décadas en materia de seguridad en tres años; quizá los más largos y destructivos de nuestra historia. Tampoco resulta explicable que generales de la República -militares y policías, formados en el rigor institucional y el amor a la Patria- hayan permitido que el país regrese a épocas aciagas que ellos mismos padecieron durante su formación.
Una cosa es la estrategia deliberada y macabra de quien llegó al poder con una visión anclada en su pasado criminal, y otra muy distinta la sensatez, el criterio y la cabeza fría que debieron demostrar quienes juraron defender la Constitución. La obediencia de la Fuerza Pública tiene un límite: el mandato constitucional. Su deber superior es proteger a la ciudadanía y preservar el orden democrático, por encima del propio presidente.
Todo ha empeorado. Petro ha conducido al país al abismo de la confrontación. Ha sembrado un clima de furia y radicalización que bloquea el discernimiento colectivo y erosiona la convivencia, anulando la serenidad indispensable para sostener una sociedad democrática. Paralelamente, y abusando de facultades legales, ha impulsado un deterioro sistemático de la Fuerza Pública, con la complacencia y complicidad de sus cúpulas, hasta llevarla a un preocupante estado de debilitamiento operativo y moral.
Peor aún, las evidencias indican que se ha permitido de manera deliberada la infiltración de estructuras criminales, facilitando el avance del narcotráfico y, con él, el crecimiento del terrorismo. Nada ha sido improvisado. Mientras Petro alimenta la confrontación política y la división social, los grupos armados se fortalecen y expanden su control territorial. El escenario perfecto del caos.
Con nuestra participación, se ha impuesto una narrativa reducida al falso dilema entre izquierdas y derechas, perdiendo los consensos mínimos y los valores compartidos que impiden la ruptura del tejido social. Petro no está loco. Su conducta podrá ser errática, pero sabe hacia dónde va y su punto de llegada. Para él, las formas no importan; el objetivo lo justifica todo.
El ritmo frenético de escándalos y decisiones erráticas confunde a los colombianos, impidiendo reaccionar frente a un proceso acelerado de destrucción institucional. Y, se ha rodeado de colaboradores iguales o peores que él. El primer ministro de Defensa fue arquitecto del modelo que hoy nos conduce al abismo; el segundo, un parlanchín sin experiencia ni criterio. Y qué decir del irresponsable Benedetti, quien calificó de “escaramuza” la destrucción terrorista de Buenos Aires, Cauca.
Así hemos llegado al punto más peligroso de avance del terrorismo en Colombia y al fortalecimiento sin precedentes de los grupos narcoterroristas. Los cultivos de coca y la producción de cocaína alcanzan máximos históricos, mientras la nación paga el precio más alto: la pérdida irreparable de vidas humanas.
Además, Petro se convirtió en defensor a ultranza del narco-usurpador Maduro, cuyo régimen ha sido declarado por Estados Unidos como organización terrorista extranjera, al igual que el Clan del Golfo, con el que sostiene diálogos estériles.
En esta Navidad, no podemos refugiarnos en la indiferencia. Debemos decidir si aceptamos resignados el avance del terrorismo o si asumimos, con responsabilidad, la defensa de las instituciones. Las democracias no caen de un día para otro: se erosionan cuando la violencia se normaliza y el terrorismo se relativiza desde el poder. Colombia necesita unidad para frenar una deriva que nos ha devuelto a la barbarie. La historia no absolverá a quienes, pudiendo actuar, optaron por callar.
*Expresidente del Congreso