El atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay revivió, para muchos colombianos, las imágenes más oscuras de nuestra historia reciente y puso de presente una verdad incómoda: la inseguridad que se vive todos los días y que como sociedad hemos normalizado o ignorado.
Los hechos nos trasladaron a los años ochenta y noventa, cuando la violencia política y el terrorismo intentaron doblegar la democracia con bombas, asesinatos y miedo. Hoy, ese mandato que tiene el Estado de proteger a sus ciudadanos -en cabeza del Gobierno- está en entredicho.
En la víspera del atentado, medios de prensa habían publicado un informe de la ONU que documenta la tragedia silenciosa que vive Colombia: entre enero y abril de este año, más de 700.000 personas fueron víctimas del conflicto armado interno, cuadruplicando la cifra del mismo periodo del año pasado. Cada día, cerca de 5.900 colombianos sufren alguna consecuencia humanitaria directa por culpa de los grupos armados ilegales. Mientras tanto, en la opinión pública, muchos siguen tratando estos hechos como si fueran marginales, lejanos o irrelevantes.
No lo son. Lo que está ocurriendo en Colombia es la consolidación de economías criminales que operan con lógica de guerra, desafían abiertamente al Estado, disputan el control territorial y siembran terror en comunidades enteras. Son guerrillas, disidencias, estructuras narcotraficantes, bandas armadas y organizaciones criminales trasnacionales que actúan con creciente impunidad, amparadas en la fragilidad institucional, el vacío de autoridad y la confusión de objetivos que ha traído consigo la “paz total”.
El Catatumbo, Chocó, Cauca, Putumayo, Caquetá, Amazonas, Vichada, Meta… la lista de regiones afectadas se alarga, junto con el número de víctimas, familias desplazadas, niños sin clases, comunidades bloqueadas y líderes asesinados. El Estado llega tarde, o simplemente no llega. Y cuando lo hace, muchas veces actúa sin coordinación, sin estrategia y sin decisión. La seguridad, derecho fundamental de los ciudadanos, ha dejado de ser prioridad real.
La seguridad no puede seguir siendo vista como un tema ideológico o un favor del gobierno de turno. No es un asunto de percepción, ni una concesión excepcional. Es un mandato constitucional, una obligación indelegable del Estado colombiano. Cuando no se cumple, el contrato social se debilita, y con él, la confianza en las instituciones y la cohesión de la Nación.
El atentado a Miguel Uribe, como todos los que a diario ocurren y no ocupan portadas, no debe ser otro episodio que olvidamos en cuestión de días. Es una alerta. Es una oportunidad para exigir respuestas. No se trata de una reacción partidista ni sectorial, sino de convocar a un Acuerdo Nacional por la Seguridad que supere diferencias y convoque a todas las fuerzas políticas, sociales y económicas en torno a lo esencial: proteger la vida y la libertad de los colombianos.
Un acuerdo con acciones verificables, inteligencia y judicialización, que desmonte las redes criminales, proteja a líderes sociales, incluya a todas las regiones, coordine a toda la fuera pública, con inversión social focalizada y un lenguaje político responsable que rechace con claridad toda forma de crimen y terrorismo, sin ambigüedades ni estigmatizaciones.
Colombia ya vivió los años del miedo. No podemos permitir que vuelvan.
*Presidenta de AmCham Colombia y Aliadas