En estos tiempos de populismos rampantes y demagogias de ocasión, se ha vuelto lugar común, casi un dogma incuestionable, acusar al sistema capitalista de todos los males que aquejan a nuestras sociedades. No hay debate, foro o plaza pública donde no se escuche la letanía de siempre: “hay que redistribuir la riqueza”. Como si la riqueza fuera un botín estático, un cofre escondido bajo siete llaves que simplemente hay que repartir a discreción de los iluminados de turno.
SE EQUIVOCAN, Y LO SABEN
El problema no es el capital, ni el capitalismo, ni los empresarios, ni el sistema productivo. El problema, es el direccionamiento efectivo de esa riqueza, el uso sensato y estratégico de los recursos que la sociedad genera con esfuerzo, ingenio y riesgo. Redistribuir sin producir es como querer repartir el agua de un pozo seco: pura ilusión y miseria asegurada.
La verdadera discusión, la que los progresistas no quieren dar, no es sobre cuánto se reparte, sino hacia dónde se dirige la riqueza que se crea. Porque aquí no estamos hablando de fantasías colectivistas ni de sueños utópicos importados de las peores páginas de la historia. Estamos hablando de principios elementales: la riqueza debe fluir hacia la inversión productiva, la infraestructura, la educación útil (no el adoctrinamiento), la seguridad jurídica y la libertad económica. Hacia los pilares que hacen grande a una nación, no hacia los bolsillos rotos de la burocracia o las dádivas electoreras que perpetúan la dependencia.
Cada vez que un gobernante se para en un atril a hablar de “redistribuir”, lo que en realidad quiere decir, aunque lo oculte tras eufemismos, es exprimir al que produce para mantener al que no produce. Es destruir los incentivos, castigar el mérito y glorificar la mediocridad. Es un asalto legalizado, una confiscación encubierta bajo el pretexto de la equidad.
En Colombia lo hemos vivido y lo seguimos viviendo. Mientras se sataniza al empresario, al agricultor, al industrial, al comerciante, se engrandece al burócrata, al politiquero, al gestor de subsidios que no sabe, ni le interesa, cómo se genera un peso. Y el resultado es el que vemos: una riqueza que, lejos de invertirse en progreso, se desperdicia en clientelismo, corrupción y programas asistencialistas que sólo alimentan la miseria estructural.
Capitalismo no es desigualdad, capitalismo es oportunidad. Pero para que funcione, debe haber instituciones serias, Estado austero, seguridad jurídica y respeto absoluto a la propiedad privada. Debe haber un direccionamiento efectivo de los recursos hacia lo que verdaderamente transforma: obras, empleo, innovación, tecnología, formación de capital humano. No circo ideológico ni discursos vacíos.
Hoy, más que nunca, necesitamos levantar la voz frente a la narrativa simplona que culpa al capital y santifica la pobreza. La riqueza no es un pecado, es el fruto del trabajo, la inteligencia y el riesgo. Y no se trata de repartirla como si fuera limosna, sino de garantizar que su rumbo sea el correcto: hacia el desarrollo, no hacia el populismo.
Redistribuir sin rumbo es ruina. Dirigir la riqueza hacia el progreso es la verdadera justicia social.
Ahí está la diferencia. Tan simple, y tan olvidada.
*Abogado*Analista