“La prueba suprema de un gobierno es su respeto por el desacuerdo”, afirmó Abraham Lincoln en una frase que retrata con perfección lo que es la esencia de una democracia.
Una democracia verdadera no teme al disenso, lo protege, lo valora y lo necesita. Pero en el panel del pasado 18 de junio organizado por el Grupo Prisa, W Radio y Caracol Radio entre el ministro de Justicia, Luis Eduardo Montealegre, y el constitucionalista Mauricio Gaona, el exfiscal expuso con claridad una visión del poder que incomoda, una que, al no encontrar eco en las reglas del sistema democrático, plantea cambiarlas.
Cuando el poder se incomoda con los límites institucionales y plantea sustituirlos se desnuda una indecencia ética que intenta reemplazar el pacto democrático por una lógica de imposición, disfrazada de reforma.
Más allá del debate sobre la legalidad de convocar una consulta popular por decreto, lo que realmente preocupó fue la narrativa que surgió: si las reglas democráticas impiden avanzar, hay que cambiarlas. Si el Congreso no apoya, se acude a la calle; si los jueces ejercen control, se propone una constituyente; si hay oposición, se tilda de “bloqueo”. En ese punto, el poder ya no discute dentro del marco institucional, intenta reemplazarlo.
El ministro Montealegre planteó que se requiere una Asamblea Constituyente para “superar los bloqueos”. Al preguntársele qué constituye ese bloqueo, aludió al Congreso, a los jueces, a los órganos de control, a los partidos que no respaldan al Gobierno, es decir, la estructura misma de la democracia: no gobernar con nuevas reglas, sino gobernar sin límites. Lo que se presenta como participación, en realidad es concentración, lo que se enmarca como reforma es en muchos casos exclusión. No se pretende ampliar la democracia, sino reducirla a una herramienta para ejercer poder sin frenos.
Frente a esto, Gaona fue claro: “Ese bloqueo tiene un nombre en democracia, se llama oposición”, que es una parte esencial del equilibrio de poder. Lo que algunos presentan como obstrucción es, en realidad, el funcionamiento normal de un sistema con contrapesos. Saltarse las reglas no es innovación, es atajo. Y cuando ese atajo se justifica desde el poder, se establece un precedente tan riesgoso como tentador. Si hoy se hace por convicción, mañana podrá hacerse por conveniencia. La democracia no solo se erosiona desde afuera, también se puede debilitar desde adentro.
Cuando un gobierno afirma que no puede avanzar si no cambia las reglas, lo que realmente está diciendo es que prefiere gobernar sin controles, revela una falla de gestión, se desnuda la indecencia de querer sustituir el diálogo por la imposición y las instituciones por la voluntad de quien gobierna.
¿Qué hacer ante ese riesgo? Podemos y debemos comenzar por lo esencial: informarnos con rigor, más allá de titulares y eslóganes; defender las instituciones, incluso cuando no compartimos sus decisiones porque su legitimidad no depende de gustarnos, sino de respetar las reglas del juego democrático; valorar el disenso como un derecho democrático, no como una amenaza; exigir que toda reforma se haga dentro del marco constitucional; y rechazar la lógica del todo o nada, porque la democracia no es una herramienta de poder, es un pacto que nos protege a todos.
Las constituciones no se reescriben para facilitar el poder, sino para limitarlo.
*Presidenta de AmCham Colombia y Aliadas