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El ensayo de Ibagué: populismo en escena

El ensayo de Ibagué: populismo en escena

Por
JUVENAL
INFANTE*

El discurso de Gustavo Petro en Ibagué, a donde —según él mismo lo declara— no necesita visa, no fue un acto político más. Fue el ensayo de una escenificación cuidadosamente diseñada para trasladar al espacio público una idea que él lleva tiempo incubando: la de convocar una Asamblea Nacional Constituyente, en coherencia con los principios inspiradores del Foro de Sao Paulo.

De esa matriz ideológica surge la estrategia de prolongar el poder bajo el ropaje del socialismo democrático. Es el mismo molde en que se han fundido las experiencias de varios gobiernos latinoamericanos que, invocando la justicia social, terminaron consolidando proyectos personalistas y autorreferenciales.

En medio de una plaza colmada de seguidores forzados —la mayoría participantes de pacotilla, atraídos por el transporte gratuito, los refrigerios y más promesas—, se mezclaban funcionarios públicos convocados bajo presión, empleados militantes y contratistas remunerados por el Estado para llenar el cuadro, junto a campesinos e indígenas movilizados con viáticos, comida y trago incluidos. Todos fueron transportados en centenares de buses costeados por dependencias oficiales, intermediarios burocráticos y contratistas premiados por el gobierno central.

El presidente habló durante más de una hora, con el tono mesiánico que lo distingue, lápiz en mano, ante un público heterogéneo y sin verdadero asidero ni compromiso ciudadano. Anunció la apertura de lo que el Socialismo del Siglo XXI llama el “poder popular”, una consigna que, como toda apelación al pueblo en abstracto, termina por significar que el pueblo es él mismo, tal como lo fue para los Castro y Chávez, lo ha sido para Maduro y Ortega, y lo fue para los fracasados Correa y Evo.

El libreto no es nuevo. Recordemos que en su momento Hugo Chávez invocó idénticos argumentos para disolver los contrapesos institucionales en Venezuela, amparado en el pretexto de un “poder originario” —el llamado “constituyente primario”— que debía corregir los defectos del orden constitucional.

Lo siguió Nicolás Maduro, y antes de ellos Fidel Castro había demostrado que, en nombre de la revolución, podía perpetuarse en el poder durante décadas, hasta su muerte.

Petro parece ahora querer ensayar esa misma coreografía en Colombia, amparado en la emotividad de sus audiencias y en la confusión ideológica de una izquierda que confunde justicia social con poder absoluto, e ilusión con destrucción.

La parafernalia de Ibagué tuvo un propósito nítido. No nos engañemos: se trató de mostrar fuerza, de exhibir masas, de caldear los ánimos y de fabricar la ilusión de un respaldo popular incontenible.

Pero, en verdad, el evento careció totalmente de espontaneidad y se organizó con precisión escenográfica, al estilo de los mítines de Fidel Castro. En sus tiempos, el dictador reunía —a las buenas o a las malas— decenas de miles de cubanos, incluyendo universidades, colegios enteros y hasta militares y policías de civil, en la Plaza de la Revolución de La Habana, para impresionar al mundo y al propio pueblo cubano.

Lo de Ibagué fue, más que un encuentro ciudadano, un espectáculo financiado y coreografiado. No fue el pueblo quien se movilizó, sino el aparato estatal el que lo hizo moverse. El mismo Estado que debería servir con neutralidad terminó convertido en instrumento político de su propio jefe. Esa es la negación más clara de la institucionalidad que la izquierda dice defender.

En su discurso, Petro insistió en que no pretende reemplazar la Constitución de 1991, sino profundizar sus principios sociales. Así está escrito: todos los caudillos del continente comenzaron diciendo lo mismo, que no querían destruir la democracia, sino perfeccionarla, devolviendo las riquezas del país a los pobres, como él.

Las reformas sociales terminan sirviendo de disfraz al control político. La retórica de la inclusión encubre la concentración del poder. La historia latinoamericana lo ha demostrado con una regularidad trágica.

Cuba lo confirma tras setenta años de férreo control. Lo mismo ocurre en la Nicaragua sometida a la pareja de guerrilleros que gobierna sin límites de poder ni de pudor. La Venezuela bolivariana se hundió en su propia retórica redentora, y el llamado socialismo del siglo XXI fracasó también en la Bolivia de Evo Morales y en el Ecuador de Rafael Correa, donde la promesa de igualdad desembocó en clientelismo, corrupción y represión política.

La gravedad de este episodio no está en la pompa del acto ni en el despliegue de medios oficiales, sino en lo que insinúa. Petro parece convencido de que la legitimidad emana de la calle, como si la aclamación pudiera reemplazar al voto consciente, secreto y libre, o al equilibrio de los poderes constitucionales.

En ese espejismo populista, la multitud deja de ser ciudadanía para convertirse en coro desafinado, sin ton ni son, que ni siquiera sabe por qué está ahí. Y cuando el gobernante se siente dueño de esa voz colectiva, la crítica se vuelve sospechosa, el desacuerdo se castiga y el país empieza a girar alrededor de un solo hombre.A ese peligro no se le hace frente con indignación pasajera. Hay que apelar al buen juicio y a la unidad.

Por otro lado, la democracia no puede seguir fragmentada entre los egos de quienes se disputan un puesto de liderazgo mientras el populismo avanza sin resistencia. Colombia necesita —pide a gritos— una alternativa seria y republicana que devuelva al debate público la noción de Estado, de ley y de libertad.

De lo contrario, podríamos ver repetida, con nombres distintos, la misma tragedia ruinosa que se vive en Venezuela y que hundió a otros países del continente en la miseria moral y económica.

Ibagué no fue un episodio anecdótico. Fue un ensayo general. Y, si el país no reacciona con inteligencia, si los verdaderos defensores de la democracia no asumen su responsabilidad histórica, podríamos despertar un día en una república distinta, moldeada a la medida de un solo hombre y sostenida por el silencio cómplice de quienes pudieron hablar y hacer, y no lo hicieron. Todavía estamos a tiempo de evitarlo, sí, pero el tiempo no es infinito.

Y a los aportantes que hoy apoyan con entusiasmo las precampañas presidenciales conviene recordarles algo elemental: mantengan sus reservas para cuando los aspirantes comprendan que el deber supremo es unirse en torno a un solo nombre.

De otra manera, seguirán malgastando sus recursos en inflar la imagen de quienes aún no entienden que no hay espacio para todos. Algunos, amparados en artificios de marketing y en seguidores de cartón, fabricados por redes y seudoencuestas, confunden popularidad con liderazgo.

Ojo: esa también es una trampa de doble filo. ¡Pilas!

*Analista

ND

Este artículo refleja únicamente la visión de su autor. Las ideas aquí expresadas son de responsabilidad exclusiva del mismo y no comprometen a las instituciones con las que mantiene vínculos académico o profesional.


El discurso de Gustavo Petro en Ibagué, a donde —según él mismo lo declara— no necesita visa, no fue un acto político más. Fue el ensayo de una escenificación cuidadosamente diseñada para trasladar al espacio público una idea que él lleva tiempo incubando: la de convocar una Asamblea Nacional Constituyente, en coherencia con los principios inspiradores del Foro de Sao Paulo.


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Fecha de Publicación: domingo, 5 de octubre del 2025


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