Gustavo Petro es el mayor creador de cortinas de humo en la historia de Colombia o, poco a poco, sigue revelando las garras de su talante dictatorial. Lo cierto es que cada una de sus acciones o declaraciones tienen doble sentido o un propósito oculto. Lo más preocupante es la velocidad con la que produce hechos que sacuden al país: la nación no termina de asimilar uno cuando ya se enfrenta a otro, aún más grave.
Los últimos acontecimientos protagonizados por el exótico mandatario colombiano, además de extravagantes, resultan profundamente alarmantes. Después de su intempestivo trino de madrugada, que casi sepulta la economía nacional, vino el bochornoso espectáculo del consejo de ministros televisado que más pareció un grotesco circo mediático. Días después, optó por un viaje turístico al Medio Oriente, desentendiéndose de la crítica situación de violencia en regiones como el Catatumbo y el Chocó, entre otras. Su gobierno, mientras tanto, se debatía entre la ausencia de ministros y la sombra perversa de Armando Benedetti, cuya influencia es tan cuestionable como funesta.
Sin embargo, el colmo de los despropósitos llegó con la reacción del mandatario ante la ponencia negativa del magistrado Jorge Enrique Ibáñez sobre la reforma pensional. Petro y sus aliados estallaron en cólera, convocando a un nuevo estallido en las calles contra la Corte Constitucional. Pero no se detuvo allí: apenas dos días después, lanzó otro ataque institucional al anunciar la designación del recién ascendido general Pedro Sánchez, como ministro de Defensa, pasando por alto la trayectoria de toda la cúpula de la Fuerza Pública. Esta decisión, así se posesione el oficial como civil, por mera dignidad, obligaría al retiro de por lo menos 20 generales, configurando así otro duro embate contra las ya debilitadas Fuerzas Militares y de Policía.
La incitación a la desobediencia contra la Corte Constitucional no es un asunto menor. Está demostrado que Petro y su círculo cercano solo respetan las decisiones judiciales que les resultan favorables. Cuando prevén un fallo adverso, explotan y llaman al desorden colectivo. Esa conducta no solo es soberbia, sino dictatorial; buscan intimidar, chantajear y someter tanto a la rama judicial en estos casos, como a la legislativa en otros. Se colocan, sin pudor alguno, por encima de la ley y de la Constitución, desbordando cualquier límite institucional. Y ese llamado a la rebelión contra las cortes trae a la memoria de los colombianos la trágica toma criminal del Palacio de Justicia, perpetrada por el M-19.
A Gustavo Petro, quien ha deteriorado la dignidad de la institución presidencial, hay que hablarle y exigirle con firmeza que debe respetar a los jueces de la República. Ellos merecen acatamiento, no solo por su investidura personal, sino porque encarnan la institucionalidad y la esencia del Estado de derecho. El comportamiento de quien ocupa la jefatura del Estado no solo es reprochable; es, sencillamente, detestable. Petro ostenta la investidura presidencial, pero ha demostrado carecer de la dignidad que exige el cargo.
A nosotros, los colombianos, nos corresponde plantarnos con determinación para defender, cueste lo que cueste, la majestad de la justicia, hoy pisoteada y vilipendiada por quien debería ser el primero en acatarla y respetarla. No podemos tolerar por más tiempo el guion chavista que Petro intenta imponer en Colombia. Y parafraseando a su amigo Maduro, así suene paradójico, debemos exigirle respeto a los jueces ‘por las buenas o por las malas’.
*Expresidente del Congreso
@ernestomaciast